A LA ESPERA DEL ZORRO

            ¡Dieter!

Jaime, apoyado en el quicio de la puerta me llama.

            Pasa, ¿qué quieres?

Hoy hay luna llena, ¿que te parece si hacemos una espera al zorro?

            ¡De acuerdo!

            Nos acomodamos confortablemente frente a la chimenea, donde crepitan unos troncos de encina y cuyas llamas crean un ambiente realmente acogedor y propicio para preparar la estrategia de la nueva aventura.

Destino:

Una zorrera que tiene cobijo bajo unas grandes rocas en la vertiente sur de las “Cabezas”. En la carretera que va de La Adrada a la Iglesuela.

Reclamo:

Una especie de silbato hecho con dos láminas de madera entre las cuales se tensa una lámina rectangular recortada de un globo y que al soplar a través del mismo se produce un ruido que imita el chillido de un conejo.

Pertrechos:

Aparte de las escopetas provistas de cartuchos con perdigones zorreros, una buena linterna y la vestimenta. 

Como es época de frío, iremos protegidos con unos pantalones de pana, una gruesa zamarra, amén de un gorro con orejeras u unas buenas botas de monte.

Dentro del bolsillo lateral derecho de la zamarra deslizo con discreción una “petaca” con un buen brandy, por si acaso arreciara el cierzo invernal.

            Después de cenar unas “patatas revolconas” con torreznos y un huevo frito cogemos el coche y nos dirigimos hacia el cazadero.

            Bajamos al pueblo y siguiendo la carretera hacia la Iglesuela dejamos atrás “la Cotá”, llegamos al “puente nuevo” dejando a la derecha el cerro blanco, pasamos el río y girando a la izquierda abandonamos la carretera. Tomamos un camino de tierra y a unos cien metros aparcamos el coche.

 

            Ya a pie, entre la “Miguelesa” y la Dehesa Hoyuelas” camino de “Entrecabezas” encontramos el apostadero. Un conjunto de seis o siete rocas, donde se encuentra la zorrera, accesible por la vertiente sur hasta una roca grande, donde nos sentamos espalda con espalda.

            Yo dominando la parte sur, donde se encuentra la entrada a la madriguera y Jaime dominando la parte de norte de la ladera excepto la zona que rodea la base de la roca.

            Ya se ha hecho de noche, no corre el aire y como estamos en alto, nuestro olor no puede delatar nuestra presencia.

            Esperamos a que salga la luna y comienza la serenata.

            De manera intermitente hacemos sonar el reclamo. Al principio parecía que se estaba desarrollando una pelea entre dos conejos machos.

Al cabo de diez minutos repetimos los chillidos como si fueran de un conejo que hubiera caído en un cepo.

Otro descanso y nueva sesión. Sentía realmente pena pues parecía que al pobre conejo poco menos que lo estaban despellejando vivo.

No había pasado ni un instante cuando de repente oigo a mi espalda un exabrupto mientras Jaime da un respingo.

El zorro, que no se había percatado de nuestra presencia y pensando que el conejo se encontraba atrapado entre alguna de las piedras de arriba, de un salto subió a la roca y se dio de bruces con Jaime.

Visto y no visto, se tiró abajo y Jaime lo perdió de vista.

Fue un instante en que no sé quien se asustó más, si el zorro o Jaime, al que no le dio tiempo ni a encara la escopeta.

De recogida para casa no parábamos de reír a carcajadas.